Es evidente que los últimos días —ya meses— están siendo atípicos para todos nosotros. Sin embargo, desde que se decretó el estado de alarma también era obvio que este período no se iba a quedar en el calificativo de “atípico”; iba a significar algo mucho más profundo. Y así ha sido, está siendo y sin duda será.
El inicio del confinamiento vino de repente a mi vida, a la de la familia, compañeros, estudiantes… Recuerdo cómo el 10 de marzo nos despedimos en las clases de Sumerio y Acadio con un “¡nos vemos, esperemos, pronto!”. Pues bien, el hombre propone y Dios dispone, porque ni nos veremos personalmente este curso, ni he podido realizar multitud de actividades planteadas. Entre ellas destacaría una estancia de dos semanas en Israel, la asistencia a la ordenación sacerdotal de mi amigo Carlos Cabrera o la boda de Pablo, mi hermano menor, dentro de poco en Nueva York. A estos eventos, a los que no he podido o no podré asistir, se unen otros pospuestos, como la Primera Comunión de nuestro hijo Alejandro, la de mi sobrina Leyre y otro largo etcétera.
Con todo, hoy en día puedo decir que estoy contento y sostenido por la familia y la oración de muchos hermanos en la fe, especialmente mi Comunidad de la Parroquia de Santiago y San Juan Bautista. El Rosario diario, en familia y por —el ya parte de nuestras vidas— zoom, me está ayudando a vivir estos tiempos de incertidumbre, paradójicamente, con certeza: con la seguridad de que la situación sobrevenida tiene un sentido claro.
Como esposo y padre de cinco hijos, veo cómo se me llama a dar la vida ante lo que tenemos ante nuestros ojos, desde cuidar de mi mujer o hacer los deberes con los niños (a veces incluso con paciencia), hasta mantener con ellos conversaciones realmente trascendentes. “Papá, ¿quién ha creado el coronavirus?”, “papá, ¿por qué se muere la gente?”, “papá, ¿por qué la gente sufre?”. Las preguntas de niños de cinco o seis años interpelan profundamente, y a veces ellos mismos te dan una lección de vida respondiénose a sí mismos: “bueno, papá, si te mueres no pasa nada, porque así estás con Dios”; críos… y no tan críos.
Como profesor, como todos mis colegas, paso largos ratos sentado frente al ordenador y rodeado de libros, escribiendo artículos de investigación o corrigiendo las tareas que puntualmente me envían los alumnos. Sin embargo, me doy cuenta de que nuestra labor trasciende lo puramente telemático. Un alumno (“o alumna”, por aquello del anonimato) de Acadio me decía literalmente el otro día “lo que me está sacando de este pozo es el Acadio”. Efectivamente, esta frase, descontextualizada, podría sonar hilarante. Aún así, no es tal, pues entraña una situación personal de sufrimiento, y a mí me muestra la importancia de acompañar en nuestras posibilidades a los que tenemos cerca, aunque físicamente no lo estén. La mayor satisfacción de un profesor es que sus alumnos aprendan disfrutando; o mejor, que disfruten aprendiendo. Así me siento yo: más que satisfecho y agradecido a ellos.
Querría terminar haciendo alusión a toda la UESD, a quien también siento cerca cada día. Los comunicados del Sr. Rector, Secretario General y demás autoridades, así como los encuentros telemáticos con los amigos de San Justino, contribuyen a que uno no se sienta desprotegido durante el confinamiento. Todo lo contrario: aún con ganas de volver presencialmente a la Universidad, incluso en la distancia me siento más afortunado que nunca de formar parte de la comunidad UESD.
Daniel Justel Vicente
Profesor de la Facultad de Literatura Cristiana y Clásica San Justino