El 3 de mayo de 1493, Alejandro VI otorgaba a España la posesión y dominio del continente americano, pero con una condición: “os mandamos en virtud de santa obediencia que… destinéis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes…”. Desde ese momento, América se transformó en un acontecimiento aventurero y teologal para España: posibilitaba sueños de aventuras, grandeza y riquezas; pero, también, daba lugar a la gran aventura de instruir, evangelizar y elevar culturalmente a sus gentes.
El reto no hubiera sido posible sin una convicción generalizada: Dios había elegido a España para esa obra. Y así, miles de españoles –hombres, mujeres, niños, frailes y clérigos, conquistadores y aventureros con su creencia cristiana envuelta en pobrezas y pecados– se lanzan a esta aventura. Son cristianos movidos por diversos objetivos, pero comprometidos con la exigencia pontificia. Y su ánimo motivó a miles de indígenas que, tras su conversión, fueron magníficos colaboradores en esta obra.
La primera exigencia para cumplir la tarea evangelizadora fue aprender las lenguas nativas. Con gran esfuerzo se hicieron entender, manifestaron su respeto hacia la cultura de aquellos indígenas, y pudieron confeccionar “Doctrinas” para los naturales. Gracias al esfuerzo de los misioneros se compusieron instrumentos filológicos y catequéticos en 51 lenguas indígenas y 60 dialectos.
Contemporáneamente, el compromiso de los españoles hubo de afrontar las grandes preguntas, formuladas en Adviento de 1.511: ¿Estos no son hombres? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? Su formulación y respuesta son, por sí mismas, la declaración de la grandeza moral de aquella España, que no duda en cuestionar sus propias actuaciones frente a los derechos de los colonizados. Ninguna nación, en situaciones parecidas, ha hecho una autocrítica como la que España realizó, ni se preocupó de los derechos de los sometidos. De ese modo, se pusieron los fundamentos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Aparecida la cuestión de la humanidad, la predicación de la fe debía prestar atención a la realidad existencial de aquellos hombres. Esta fue otra de las características: no fue una evangelización desencarnada, sino que se hizo gesto de amor al hombre y de progreso para los pueblos. Se ocuparon de mejorar las medidas de higiene, vivienda, alimentación, nuevos cultivos… Y, ante la endeble salud de aquellas gentes, levantaron numerosas instituciones asistenciales: hospitales, dispensarios, orfelinatos…, alguna de las cuales todavía persiste.
Pero también debían ocuparse de su elevación cultural, por eso, junto a la capilla y choza del evangelizador, irán apareciendo las primeras escuelas en las que los jóvenes nativos aprenderán a leer, contar, cantar y escribir. Después será el latín, y poco a poco irán apareciendo los centros profesionales y universitarios: en 1538 se inaugura la primera universidad en Santo Domingo; en 1551, se erigirán las de Lima y México; y, pasando los años se levantarán las de Bogotá, Cuzco y Guatemala.
Basten estas breves indicaciones para reconocer el esfuerzo de aquellos cristianos que, obedeciendo al Papa, hicieron realidad la evangelización y progreso del continente americano.
Fr. Miguel Ángel Medina Escudero O.P.
Profesor en la UESD