Debo confesar que cuando empezó el confinamiento la perspectiva de tener tiempo para trabajar y escribir me resultaba atractiva. De hecho, durante las dos primeras semanas conseguí terminar un artículo importante y empezar una investigación que había aparcado por falta de tiempo. Pero la tercera semana todo cambió.
Era difícil, como sacerdote, no pensar en el drama de los enfermos en los hospitales. Cuando la diócesis de Madrid pidió sacerdotes voluntarios para los hospitales di mi disponibilidad, y después de unos días me llegó la petición: cubrir, junto con otro sacerdote, la capellanía del hospital San Francisco de Asís. En total he estado cinco semanas, desde el 2 de abril hasta el 7 de mayo.
Cuando entré en el hospital estábamos en el pico de muertos y de contagios. Todas las plantas del hospital estaban ocupadas por enfermos de Covid-19 y la UVI estaba por encima de su capacidad. Mi trabajo consistía en pasar la mañana visitando los enfermos que pedían (ellos o sus familiares) la comunión, la unción, o simplemente rezar.
Naturalmente entraba en las habitaciones con el equipo de protección (EPI) y con un letrero en la visera de protección en el que se leía “sacerdote”. Ya sólo estar cuatro horas dentro de ese traje era un sacrificio enorme, tanto por el calor como por el hecho de respirar con dificultad bajo dos mascarillas y una pantalla de protección.
¿Qué decir de esta experiencia? Para mí ha sido una gracia enorme, no exenta de dureza. He tenido que lidiar cotidianamente con el dato del sufrimiento y de la muerte, que suscitan preguntas punzantes. He aprendido muchísimo del contacto con esos cristos que me he encontrado en las habitaciones.
Todavía recuerdo cómo entraba en el hospital el domingo de resurrección, contento, llevando la noticia del Resucitado. Después de varias horas agotadoras constaté algo que puede parecer obvio: el día de Pascua hay mucha gente sufriendo como si fuera viernes santo. En realidad el Resucitado se reconoce por sus llagas…
Mi diálogo con el Señor se ha acrecentado muchísimo en estos días, al igual que mi conciencia de que el misterio del sufrimiento solo es iluminado por el acontecimiento histórico de Cristo, muerto y resucitado. Fuera de este dato es difícil escapar del escepticismo ante una muerte que estos días se ha hecho especialmente presente.
Una última cosa. Si algo diferencia esta crisis sanitaria de cualquier otra es la ausencia de familiares en las habitaciones, acompañando a los enfermos. Morían solos. Verdaderamente me impresiona pensar que yo he sido testigo de excepción de los últimos días u horas de muchos enfermos que en condiciones normales habrían muerto rodeados de sus seres queridos…
Por eso he sentido la necesidad de llamar a los familiares más cercanos de los enfermos con los que más relación he tenido. De algún modo les he prestado mis ojos para ver moverse a la persona amada en sus últimos momentos.
Ignacio Carbajosa
Catedrático de Antiguo Testamento
Universidad Eclesiástica San Dámaso