Cuando me despedía de mis compañeros del bienio de Teología Bíblica el pasado 11 de marzo, no pensaba que dos meses después estaríamos aún viviendo la situación extraordinaria originada por el COVID-19. Al inicio de este curso, nadie podía imaginar que este año académico iba a ser alterado radicalmente. Es sorprendente como un microorganismo puede causar tanto sufrimiento y trastocar la vida de millones de personas en todo el mundo, haciéndonos palpar nuestra condición de criaturas, vulnerables e impotentes.
Los primeros días en casa fueron especialmente extraños. Sabía claramente que no se trataba de unas vacaciones, mas no tenía mucha claridad de cuál era la mejor forma de afrontar el estudio, teniendo en cuenta que se desconocía cuánto iba a durar el confinamiento. A su vez, se iban sucediendo las noticias de la gravedad de la pandemia, tanto en España como en el resto del mundo. Era inevitable sentirse descolocado ante las circunstancias personales, así como ante el creciente dolor y sufrimiento de tantas y tantas personas –entre ellos, miembros de nuestra comunidad universitaria– que han sufrido en carne propia las consecuencias del coronavirus.
El que toda esta situación haya iniciado en el centro de la cuaresma me ayudó a tener un punto de partida: había que vivir estos acontecimientos como una oportunidad para convertir el corazón y unirse más a Dios. En circunstancias similares, a lo largo de la historia de la humanidad, la experiencia de la limitación, del sufrimiento y de la precariedad ha facilitado la vuelta del hombre a Dios. La mirada de la fe nos hace ver a un Dios Padre, que preocupado por la salvación de sus hijos amadísimos, busca que el corazón del hombre torne a Él.
Me rondaba también una pregunta: ¿qué puedo hacer yo desde el confinamiento para contribuir a esta situación? Desde luego, he tenido presente en la oración a aquellos que están padeciendo directa e indirectamente los estragos de la pandemia (enfermos en sus casas y hospitales, familias que han perdido a un miembro sin poder despedirse de él, sacerdotes que están sirviendo a los demás a costa de su propia salud física, operadores sanitarios, y un largo etc.). Aun así, me preguntaba qué más podía hacer.
Entonces recordé una frase de santa Teresa de Lisieux: «Basta un alfiler recogido del suelo con amor para salvar un alma». De ahí que la vuelta a clases de forma online ha sido más que providencial en este tiempo. No solo me ha permitido continuar con los estudios y proseguir mi formación teológica, sino que también se ha convertido en una oportunidad especial de hacer del estudio oración en favor de aquellos más necesitados en estas circunstancias.
Por ello, agradezco mucho todo el esfuerzo que las autoridades académicas, profesores y PAS de la UESD han realizado para que podamos continuar con la vida académica de la mejor manera posible. Ha sido un regalo poder volver a compartir con mis compañeros de clase y los profesores. A pesar de la separación física, esta pandemia ha hecho que estemos más unidos y pendientes los unos de los otros.
Estamos viviendo un Tiempo Pascual único y estamos llamados a llevar la alegría de la Resurrección a todos en estas circunstancias. Sin duda, tenemos que rezar mucho para que esta dura prueba se convierta en un especial momento de gracia para que la humanidad vuelva a Dios. Además, como estudiantes, estamos llamados a no dejar pasar la oportunidad de contribuir con nuestro trabajo y estudio ofrecido amorosamente a Dios, para que Él lo convierta en una fuente de gracia desbordante para el bien de los demás. De esta manera, a pesar de estar confinados en casa, ante las cruces y sufrimientos de los más afectados por la pandemia, podemos tener la certeza de que Cristo resucitado les otorgará la paz del corazón que tanto anhelan.
Carlos Ortega
Alumno de la Facultad de Teología
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