“Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”. Con cuánta fuerza sonaron las palabras del Salmo el Jueves Santo en toda la Iglesia. Ya llevábamos casi un mes de confinamiento y miles de entregas en vidas de personas y esfuerzo de todos. Este profundo deseo de responder con la ayuda de la gracia de Dios a su Voluntad, se ha visto de forma abrupta condicionado por nuestra vulnerabilidad a la COVID19. De un modo u otro, a todos nos pilló donde estábamos, como en una foto fija y en ese encuadre nos ha obligado a seguir adelante en este tiempo que se ha revelado particularmente oportuno.
Hubo poco tiempo para poder reaccionar. Como en el Evangelio que ilustra el final de los tiempos que llega de forma inesperada y a una que muele la dejará y a otra se la llevará, o al que estaba en el campo a uno se lo llevará y a otro lo dejará, en ese misterio insondable y providente me tocó poner en juego mi Oblación. Paralizados por el estado de alarma, también se frenó el procedimiento administrativo que me permitiría incorporarme a una formación especializada como médico en unos meses
Habiendo vuelto de Italia, donde ya los primeros casos predecían una magnitud insospechada, guardé la cuarentena que me permitió desde la oración tomar fuerza para poder decir “Aquí estoy”. Luego, la Providencia hizo el resto, y, de un día para otro comencé a trabajar de nuevo como médico en una nueva residencia de ancianos.
Las noticias que escuchamos cada día son sólo eso, noticias. Dan cuenta de algo que se conoce pero el interior queda siempre reservado a la más sagrada conciencia donde resuena Dios. También ha sido así en las residencias de mayores donde tantos ancianos viven y son atendidos en su fragilidad, con Dios en medio de tanto sufrimiento, sin perder la esperanza. Y, si algunos son los preferidos del Señor, esos son siempre los más vulnerables. Ahí, esta periferia, con ellos, en su soledad, he pasado los últimos tres meses. Con ellos y con sus familias, siendo canal y puente.
Con casi 500 ancianos a nuestro cargo os podéis figurar que hay multitud de historias de salvación de las que he sido testigo privilegiado en la salud, en la enfermedad y en la muerte. Nunca imaginé cuando defendí hace poco más de un año la tesis doctoral sobre “La muerte, el acto por excelencia, según Maurice Blondel”, que me iba a tocar acompañar este doloroso stábat al pie de la cruz junto a tantos que fueron llamados en un intenso itinerario subiendo a celebrar a la Pascua.
La primera vez que atravesé la puerta de la zona “sucia”, como vulgarmente llamamos al módulo en el que permanecen en aislamiento los afectados por la COVID, recuerdo haber hecho con ferviente confianza la señal de la cruz, al tiempo que me venían al corazón las palabras de otro Salmo: “Él te librará de la red del cazador, de la peste funesta… no temerás el espanto nocturno… porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos”.
Versos susurrados en el alma ante la impotencia de ver cómo en los peores días de la epidemia no podíamos distinguir zonas de aislamiento pues teníamos la sensación de que estaba por todas partes, ni de salvar los obstáculos en la coordinación sanitaria que estrechaba las puertas descartando los traslados de los más dependientes o de responder con el alivio de la medicina paliativa a la llamada de auxilio de los que debutaban con la gravedad de un cuadro clínico insólito y devastador. Cuántas veces no habré suplicado misericordia para mí y para muchos, sin perder la confianza en su infinito amor por mí y por cada hombre. Cuántas veces también resonó con fuerza el “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Profunda experiencia Pascual compartida la que Dios ha tenido a bien que vivamos.
Sin embargo, han quedado vivamente impresos en mi corazón tantos sencillos gestos, besos enmascarados con centenarios cuyos ojos siguen brillando, cuyas manos arrugadas han estrechado las mías con ternura, cuyos pies que se arrastran despacio transitan los caminos de la vida, tantas sonrisas que muestran la gratitud de los años gastados.
Cómo no agradecer el trabajo en equipo de la mano de muchos que también han expuesto su vida cuidando con la pasión de su hermosa profesión, que, nos ha hecho sentirnos uno en la construcción del Reino, aliviando, sanando, acompañando, dando de beber y de comer, vistiendo. Preciosa y profunda experiencia de fraternidad en camino, compartida cada día con sencillez y humildad.
Y ahora, que parecen haberse disipado algunos temores, las nubes de este final de primavera y el murmullo del viento que anuncian lluvia en el horizonte, no nos hacen sino poner los ojos en el cielo donde está la verdadera patria. De allí descendió el Salvador por compartir nuestras angustias y nuestras penas, para ofrecernos el tránsito de la humanidad, y, descubrir su gracia también en la COVID.
Ungida con su Espíritu, me siento urgida a seguir practicando la caridad, cada día que atravieso la puerta de la zona “sucia” donde todavía atiendo a algunos ancianos, con la súplica ardiente que en su Divina Providencia, el Señor de la Salud y de la Vida se la otorgue. A Él le agradezco también la mía que me permite un día más poder dar al mundo lo que he recibido, como María.
Cristina Jiménez Domínguez, omi.
Profesora en la UESD y Licenciada en Medicina