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He estado enferma de Coronavirus. Con gran sorpresa, este tiempo – de aislamiento antes, y de confinamiento después – está siendo un regalo del que estoy agradecida. Gracias a Dios, los síntomas que he tenido han sido en general leves; sin embargo, para no infectar a otros, he tenido que estar aislada en mi habitación durante tres semanas.

Pensaba que la soledad me iba a costar mucho, y que me iba a hartar muy rápidamente. En cambio, vi que – yo, con la vida que normalmente llevo, intensa y plena en todos los aspectos –no sólo no me harté de tres semanas sola en una habitación, sino que disfruté profundamente y me llené de agradecimiento por las cosas, grandes y sencillas a la vez, que sucedían: el brotar de las hojas en el árbol que veía desde mi ventana, el vuelo de los pájaros que volvían a España, la luz que al atardecer bañaba el edificio de enfrente, la bandeja con la comida que me subían las amigas con las que vivo, tan buena y cuidada que a menudo me conmovía, las llamadas de mi familia y de muchísimos amigos, numerosísimas y fieles hasta lo inesperado… Esta imposible alegría ha sido para mí un signo de que en cada situación el Señor cuida personalmente, y me ha llenado de esperanza.

También fueron tres semanas de lucha intensa, en las que averigüé que “si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha”. Cuando empecé el aislamiento pensé que iba a ser un tiempo de paréntesis, en el que iban a tomarse una pausa mis habituales preocupaciones, fatigas e incluso defectos, ya que no estaba en la situación habitual en la que todo esto se suele dar. En cambio, descubrí muy pronto que uno no se puede dejar atrás nada de lo que es, ni siquiera estando solo en una habitación: estás delante de ti misma – tus preocupaciones, tus fatigas y tus defectos, pero también tu grandeza – en cada situación, y, si quieres, hasta sola en una habitación se te ofrece la posibilidad constante de caminar.

Una de las luchas más grandes que he tenido ha sido acerca de la caridad. Veía a mis amigas que me cuidaban todos los días todo el rato hasta el detalle (no sólo subirme la comida, retirarme los platos, lavarme la ropa, sino también preguntarme que si quería merienda, quedarse un ratito a charlar, a debida distancia, con increíble alegría…), y me entraba envidia, pensaba que yo también quería ser caritativa como ellas lo eran y que, por mi situación, esto me era negado. Hasta que un día me di cuenta de una cosa. Mi principal ocupación de la mañana era limpiar: todos los días había que desinfectar a fondo habitación y baño, para que mi cuerpo tuviese que luchar con el menor número de virus posible. Los primeros días lo hice con gusto, pero algún día estaba cansada o no me encontraba muy bien, y era fatigoso. Un día estaba limpiando y no podía más. Y allí, en este cansancio (recuerdo aún qué parte del suelo estaba fregando, cerca de la cama), dije: “Señor, esto te lo doy a ti, esto no lo ve nadie, pero tú lo ves y sabrás usarlo para bien”. Y me di cuenta de que yo también podía ser caritativa, ofreciendo al Señor lo que estaba haciendo – la limpieza, el trabajo, la llamada a un amigo – porque eso podía ser para bien del mundo.

Salí del aislamiento profundamente agradecida por ese tiempo y llena de esperanza, y lo que más estoy pidiendo desde esos días es un corazón puro, con el que vivir con verdad toda situación de la vida.

Clara Sanvito
Profesora de la Facultad de Literatura Cristiana y Clásica San Justino